“Prometo
que en su comienzo, difícilmente hubiese supuesto verme aquí sentada,
escribiéndote esto. Y creo que a lo largo del tiempo has aprendido que mis
promesas jamás pecaron de falsas.
Pude
ser (de echo lo fui en la medida de lo posible) cauta y precavida. Pero tú
mejor que nadie sabes que mi cabezonería llega a un punto tal de obsesión, del
que difícilmente alguien (o algo) pueden salir ilesos.
Y te juro
por la más sagrada de las novelas de Neruda (esa que leíamos tu y yo las tardes
de Octubre en la orilla del mar) que lo avisé de que no jugara. De que esto no
era el parchís. De que si le comía sus fichas o se comía las mías, nadie se
apropiaría del título de “ganador”. Que la partida seguiría indefinidamente
hasta que alguno de los dos (y con el orgullo como mano inocente) se cansase del
otro.
Pero es
terco y testarudo como no cabes a hacerte una idea.
Todo
empezó en esa cafetería donde tantas veces íbamos juntas a tomar café.
Yo
estaba sentada en la mesa de siempre, aquella del fondo de espaldas a la pared
y al lado de la ventana desde la cual se ve la fuente del parque.
Yo y mi
frappuccino estábamos allí, divisando la vida que pasaba delante de nuestros
ojos. Y lo siento querida... pero... ¿Cómo iba
yo a saber que mientras la vida pasaba delante de mis ojos se acercaba
la más dulce y tentadora invitación para el infierno por mi espalda?
Llegó.
Su
cazadora vaquera y su camiseta blanca hacían juegos con sus converses blancas y
sus vaqueros desgastados y ajustados. Pero eso no importaba. Al menos dejó de
importar cuando lo miré a los ojos… ( y te aseguro que el culo que le hacían
esos vaqueros era un espectáculo digno de ver y difícil de olvidar).
Pero
sus ojos fueron mi sentencia final. Sus ojos de 3 colores distintos. Ellos fueron mi perdición.
Estaba
allí. Ese chico de mirada tenebrosa me miraba y me sonreía. Y mientras tanto yo
y los esquemas de mi vida (esa tan rara que hasta ahora creía haber superado)
nos íbamos desmoronando.
Sin
embargo esas ansias de placer no eran las mismas que habíamos tenido siempre.
No eran esas que nos llevaron a cometer tantas locuras.
Fue
diferente.
No me
molestaré en contarte la típica historia de como un loco se acerca a la mesa
equivocada, del lugar equivocado, donde estaba la chica equivocada. Es más,
puede que el frappuccino sea lo único acertado de esta historia.
Un
paseo, unas risas. Unas horas. Muchas horas. Y una conversación.
Solo
hizo falta eso para que cuando iba delante de él subiendo por las escaleras de
casa, sintiese la necesidad de que me agarrase desde atrás los pechos mientras
poco a poco me acercaba a la pared besando mi cuello.
Tenía la necesidad de ser suya. De que fuera
mío. Pero de una manera diferente.
Lo
hizo. Despertó esa bestia que tanto nos costó encerrar en la jaula del olvido.
Me hizo
el amor dos, tres, cuatro veces. Quizás fueron cinco. Despertó todo lo que se hallaba
en mi interior descansando de su pasada vida de movimientos y emociones
intensas y catastróficas. Y no hubo nada diferente durante el sexo. Me folló en
la cocina, en el baño, en el salón, en la cama. Me agarró del pelo, me arañó la
espalda, me beso hasta el alma si no recuerdo mal, y su saliva caló hasta en el
más profundo vello erizado de mi cuerpo.
Lo malo
vino después. Cuando me despertó con una sonrisa, apartándome el pelo de la
cara y colocando los mechones suavemente detrás de la oreja. Eso fue lo peor,
cuando me volvió a penetrar con esos ojos que sabían a dulzura y dureza, a
frialdad y a pasión.
No
quería que se fuera. Lo quería allí, conmigo. Quería averiguar sus lunares y
explorar sus heridas. Saber sus gustos, la música de sus ronquidos (si es que
roncaba) y esa poesía tan bonita que escribían sus manos sobre mi piel. Quería
saberlo todo de aquel desconocido que estaba frente de mí. Quería conocerlo,
olvidarlo y volverlo a conocer una y otra, y otra, y otra vez.
Y por
eso se lo avisé. Le avisé de quien era esa chica que miraba por la ventana en
la cafetería. Le avisé de que muchos otros pasaron por mí y el laberinto de mi
cuerpo. Le avisé que mi vida un día fue abrirme de piernas al precio que
tuviese que pagar. Que quizás le haría daño. Que no jugara conmigo al amor. Que
si se enamoraba o por el contrario, me enamoraba, tendría problemas. Que yo era
una ninfa. Una diosa que vivía por y para ser complacida sexualmente, y que si
él no podía hacerlo no tendría reparo (ni conciencia) para levantarme y buscar
mi energía en otra fuente. Otra más completa, más activa. Le dije que ante todo
era fría. Que estaba enferma, que él me había hecho recaer, y que pagaría por
ello si no salía por la puerta de mi apartamento en un margen de 10 segundos.
Había despertado a la bestia y ahora tenía hambre. Y no tuve reparo en
advertírselo.
Yo no
era de fiar. Yo era una mujer extraña que necesitaba el sexo para vivir.
Él me
miró.
¿Qué te
digo? ¿Sorprendido? ¿Espantado? ¿Asustado? No lo sé. No podría descifrar lo que
veía en sus ojos. Solo sé que la seguridad de mis palabras se tambaleo durante
muchos segundos cuando lo miré. ¿Pero que iba a hacer ya? ¿Qué clase de loca
sería si le digo que cambiaría por y para él? ¿Qué podía ser diferente si lo
intentábamos juntos?
Así que
le eché valor.
Le dije
que me llamara puta si quería, que no me ofendería. Que se fuera de un portazo,
que rompiese algo del piso. Le dije que había sido diferente. Que él había sido
más que un polvo de una noche. Que tenía todos los derechos de hacerme pasar
una, dos, tres, cuatro noches en vela echando de menos cada una de sus huellas
dactilares. Le concedí permiso para herirme un poco si así lo quería. Pues
después de todo había sido muy diferente a los otros.. ¿40? ¿50?... Había sido
diferente. A secas.
Me
quedé esperando una respuesta, una acción. Pero sonrió. Con malicia, con
atrevimiento, con picardía. Con cierto desdén y un poco de arrogancia.
Y esa
sonrisa fue mi talón de Aquiles.
Lo miré con cierta curiosidad. Juguetona, pícara.
Y le avisé que no jugara. Que yo no era ninguna dama a la que comerse en un
cuadrilátero de cuadrados negros y blancos que representarían respectivamente
un pasado (sin olvidar) y un futuro (extrañamente alcanzable).
Yo no
era ningún juego de mesa. Y le avisé de que no se confiara, de que no se
arriesgara. De que él no sería mi Jaque Mate.
Pero
como te he dicho es testarudo y cabezón como él solo. Y sobre todo, sabía igual
de bien que yo, que jugaba con ventaja. Tenía más de lo que yo pedía… y había
ganado la partida antes de aquel frappuccino.
No cabe
duda querida. Nos hemos pasado años buscando satisfacción y placer en los
hombres. Hemos dejado las bragas en el suelo por dinero, pero lo peor, es que
lo hemos hecho sin cobrar. Estábamos enfermas, lo sé. Dos ninfómanas que
necesitaban follar para vivir, que vivían para follar, que creían que se
follaban a la vida en cada condón utilizado que tiraban en la papelera de
cualquier calle solitaria. Dos locas que creían que su forma de vida, era la
mejor forma de ser libre.
Ahora
después de tanto, te entiendo. Ahora sé lo que sentiste al enamorarte.
Yo solo
quería volar. Quería volar muy alto. Comerme el mundo. Tocar el cielo. Y ahora resulta
que mi cielo está detrás de su cremallera. Entre sus piernas.
He
encontrado mi cura. ¿Sabes cuál es? Seguir siendo yo. Una sucia, una fulana.
Una ninfa. Pero solo y únicamente con él.
Ahora
sí soy libre amiga. Ahora he rozado la mayor libertad que existe: la libertad
que te concede el amor.
Gracias
por aquel día, el frappuccino estaba excelente, e irte antes de la cafetería
fue quizás la mejor decisión tomada nunca.
Te
escribiré pronto querida. Besos a Ricardo.
Y
recuerda amiga: siempre libre, siempre joven. “
-
¿Se puede saber qué hace mi prometida a las cuatro de la madrugada
despierta? – De repente está sentado en la cama. Con el pecho desnudo y los
ojos pegados aún.
-
Escribía una carta, cariño.
-
Una carta… interesante. – Y se toca suavemente la barbilla. Pensativo,
perspicaz. Precioso en su omnipotencia sobre esta tarada que se muere por él. -
Pues si no es molestia, ¿puede volver a la cama con su futuro marido? Resulta
que la noche sin tu cuerpo no es tan agradable.
-
A la cama ¿eh?... Déjame que piense… mmm… - Y de momento pongo esa
cara de niña mala con una pizca de inocencia. Esa que le gusta tanto, esa que
lo vuelve fiero. Salvaje. - ¿Para hacer qué? – Pregunto con osadía.
-
Oh pequeña, eres insaciable. Eso es lo que más me vuelve loco de ti.
Entonces
se levanta y me coge en brazos. Yo lo rodeo con mis piernas, hundo mis manos en
su pelo y le doy un apasionado beso. Él me atrae a la cama poco a poco. Después
me tumba y antes de que pueda ser consciente de lo increíblemente afortunada
que soy por tener a ese loco hombre a mi lado, me penetra con fuerza e ímpetu.
Una vez, y otra, y aún más.
Lo miro
en una de las últimas embestidas antes de correrme. Y lo veo.
Lo
tengo delante de mí. Mi cielo. Mi cielo azul, en los ojos de ese loco que se ha
apoderado de mí y de mi frappuccino. Ese loco del que estoy completamente
enamorada.
Y entre
mis felices y vivaces pensamientos, dejo caer una frase que nace de mi boca
suave y cálida entre la sensualidad y el placer de ese orgasmo. Una frase que
acaricia mi boca con ganas y satisfacción. La satisfacción de ese hombre, del
orgasmo, de la vida. Del amor.
Te amo.