martes, 5 de marzo de 2013

Corazón de cafeína.


“Prometo que en su comienzo, difícilmente hubiese supuesto verme aquí sentada, escribiéndote esto. Y creo que a lo largo del tiempo has aprendido que mis promesas jamás pecaron de falsas.
Pude ser (de echo lo fui en la medida de lo posible) cauta y precavida. Pero tú mejor que nadie sabes que mi cabezonería llega a un punto tal de obsesión, del que difícilmente alguien (o algo) pueden salir ilesos.
Y te juro por la más sagrada de las novelas de Neruda (esa que leíamos tu y yo las tardes de Octubre en la orilla del mar) que lo avisé de que no jugara. De que esto no era el parchís. De que si le comía sus fichas o se comía las mías, nadie se apropiaría del título de “ganador”. Que la partida seguiría indefinidamente hasta que alguno de los dos (y con el orgullo como mano inocente) se cansase del otro.
Pero es terco y testarudo como no cabes a hacerte una idea.
Todo empezó en esa cafetería donde tantas veces íbamos juntas a tomar café.
Yo estaba sentada en la mesa de siempre, aquella del fondo de espaldas a la pared y al lado de la ventana desde la cual se ve la fuente del parque.
Yo y mi frappuccino estábamos allí, divisando la vida que pasaba delante de nuestros ojos. Y lo siento querida... pero... ¿Cómo iba  yo a saber que mientras la vida pasaba delante de mis ojos se acercaba la más dulce y tentadora invitación para el infierno por mi espalda?
Llegó.
Su cazadora vaquera y su camiseta blanca hacían juegos con sus converses blancas y sus vaqueros desgastados y ajustados. Pero eso no importaba. Al menos dejó de importar cuando lo miré a los ojos… ( y te aseguro que el culo que le hacían esos vaqueros era un espectáculo digno de ver y difícil de olvidar).
Pero sus ojos fueron mi sentencia final. Sus ojos de 3 colores distintos.  Ellos fueron mi perdición.
Estaba allí. Ese chico de mirada tenebrosa me miraba y me sonreía. Y mientras tanto yo y los esquemas de mi vida (esa tan rara que hasta ahora creía haber superado) nos íbamos desmoronando.
Sin embargo esas ansias de placer no eran las mismas que habíamos tenido siempre. No eran esas que nos llevaron a cometer tantas locuras.
Fue diferente.
No me molestaré en contarte la típica historia de como un loco se acerca a la mesa equivocada, del lugar equivocado, donde estaba la chica equivocada. Es más, puede que el frappuccino sea lo único acertado de esta historia.
Un paseo, unas risas. Unas horas. Muchas horas. Y una conversación.
Solo hizo falta eso para que cuando iba delante de él subiendo por las escaleras de casa, sintiese la necesidad de que me agarrase desde atrás los pechos mientras poco a poco me acercaba a la pared besando mi cuello.
 Tenía la necesidad de ser suya. De que fuera mío. Pero de una manera diferente.
Lo hizo. Despertó esa bestia que tanto nos costó encerrar en la jaula del olvido.
Me hizo el amor dos, tres, cuatro veces. Quizás fueron cinco. Despertó todo lo que se hallaba en mi interior descansando de su pasada vida de movimientos y emociones intensas y catastróficas. Y no hubo nada diferente durante el sexo. Me folló en la cocina, en el baño, en el salón, en la cama. Me agarró del pelo, me arañó la espalda, me beso hasta el alma si no recuerdo mal, y su saliva caló hasta en el más profundo vello erizado de mi cuerpo.
Lo malo vino después. Cuando me despertó con una sonrisa, apartándome el pelo de la cara y colocando los mechones suavemente detrás de la oreja. Eso fue lo peor, cuando me volvió a penetrar con esos ojos que sabían a dulzura y dureza, a frialdad y a pasión.
No quería que se fuera. Lo quería allí, conmigo. Quería averiguar sus lunares y explorar sus heridas. Saber sus gustos, la música de sus ronquidos (si es que roncaba) y esa poesía tan bonita que escribían sus manos sobre mi piel. Quería saberlo todo de aquel desconocido que estaba frente de mí. Quería conocerlo, olvidarlo y volverlo a conocer una y otra, y otra, y otra vez.
Y por eso se lo avisé. Le avisé de quien era esa chica que miraba por la ventana en la cafetería. Le avisé de que muchos otros pasaron por mí y el laberinto de mi cuerpo. Le avisé que mi vida un día fue abrirme de piernas al precio que tuviese que pagar. Que quizás le haría daño. Que no jugara conmigo al amor. Que si se enamoraba o por el contrario, me enamoraba, tendría problemas. Que yo era una ninfa. Una diosa que vivía por y para ser complacida sexualmente, y que si él no podía hacerlo no tendría reparo (ni conciencia) para levantarme y buscar mi energía en otra fuente. Otra más completa, más activa. Le dije que ante todo era fría. Que estaba enferma, que él me había hecho recaer, y que pagaría por ello si no salía por la puerta de mi apartamento en un margen de 10 segundos. Había despertado a la bestia y ahora tenía hambre. Y no tuve reparo en advertírselo.
Yo no era de fiar. Yo era una mujer extraña que necesitaba el sexo para vivir.
Él me miró.
¿Qué te digo? ¿Sorprendido? ¿Espantado? ¿Asustado? No lo sé. No podría descifrar lo que veía en sus ojos. Solo sé que la seguridad de mis palabras se tambaleo durante muchos segundos cuando lo miré. ¿Pero que iba a hacer ya? ¿Qué clase de loca sería si le digo que cambiaría por y para él? ¿Qué podía ser diferente si lo intentábamos juntos?
Así que le eché valor.
Le dije que me llamara puta si quería, que no me ofendería. Que se fuera de un portazo, que rompiese algo del piso. Le dije que había sido diferente. Que él había sido más que un polvo de una noche. Que tenía todos los derechos de hacerme pasar una, dos, tres, cuatro noches en vela echando de menos cada una de sus huellas dactilares. Le concedí permiso para herirme un poco si así lo quería. Pues después de todo había sido muy diferente a los otros.. ¿40? ¿50?... Había sido diferente. A secas.
Me quedé esperando una respuesta, una acción. Pero sonrió. Con malicia, con atrevimiento, con picardía. Con cierto desdén y un poco de arrogancia.
Y esa sonrisa fue mi talón de Aquiles.
Lo  miré con cierta curiosidad. Juguetona, pícara. Y le avisé que no jugara. Que yo no era ninguna dama a la que comerse en un cuadrilátero de cuadrados negros y blancos que representarían respectivamente un pasado (sin olvidar) y un futuro (extrañamente alcanzable).
Yo no era ningún juego de mesa. Y le avisé de que no se confiara, de que no se arriesgara. De que él no sería mi Jaque Mate.
Pero como te he dicho es testarudo y cabezón como él solo. Y sobre todo, sabía igual de bien que yo, que jugaba con ventaja. Tenía más de lo que yo pedía… y había ganado la partida antes de aquel frappuccino.
No cabe duda querida. Nos hemos pasado años buscando satisfacción y placer en los hombres. Hemos dejado las bragas en el suelo por dinero, pero lo peor, es que lo hemos hecho sin cobrar. Estábamos enfermas, lo sé. Dos ninfómanas que necesitaban follar para vivir, que vivían para follar, que creían que se follaban a la vida en cada condón utilizado que tiraban en la papelera de cualquier calle solitaria. Dos locas que creían que su forma de vida, era la mejor forma de ser libre.
Ahora después de tanto, te entiendo. Ahora sé lo que sentiste al enamorarte.
Yo solo quería volar. Quería volar muy alto. Comerme el mundo. Tocar el cielo. Y ahora resulta que mi cielo está detrás de su cremallera. Entre sus piernas.
He encontrado mi cura. ¿Sabes cuál es? Seguir siendo yo. Una sucia, una fulana. Una ninfa. Pero solo y únicamente con él.
Ahora sí soy libre amiga. Ahora he rozado la mayor libertad que existe: la libertad que te concede el amor.
Gracias por aquel día, el frappuccino estaba excelente, e irte antes de la cafetería fue quizás la mejor decisión tomada nunca.
Te escribiré pronto querida. Besos a Ricardo.
Y recuerda amiga: siempre libre, siempre joven. “
-        ¿Se puede saber qué hace mi prometida a las cuatro de la madrugada despierta? – De repente está sentado en la cama. Con el pecho desnudo y los ojos pegados aún.
-        Escribía una carta, cariño.
-        Una carta… interesante. – Y se toca suavemente la barbilla. Pensativo, perspicaz. Precioso en su omnipotencia sobre esta tarada que se muere por él. - Pues si no es molestia, ¿puede volver a la cama con su futuro marido? Resulta que la noche sin tu cuerpo no es tan agradable.
-        A la cama ¿eh?... Déjame que piense… mmm… - Y de momento pongo esa cara de niña mala con una pizca de inocencia. Esa que le gusta tanto, esa que lo vuelve fiero. Salvaje. - ¿Para hacer qué? – Pregunto con osadía.
-        Oh pequeña, eres insaciable. Eso es lo que más me vuelve loco de ti.
Entonces se levanta y me coge en brazos. Yo lo rodeo con mis piernas, hundo mis manos en su pelo y le doy un apasionado beso. Él me atrae a la cama poco a poco. Después me tumba y antes de que pueda ser consciente de lo increíblemente afortunada que soy por tener a ese loco hombre a mi lado, me penetra con fuerza e ímpetu. Una vez, y otra, y aún más.
Lo miro en una de las últimas embestidas antes de correrme. Y lo veo.
Lo tengo delante de mí. Mi cielo. Mi cielo azul, en los ojos de ese loco que se ha apoderado de mí y de mi frappuccino. Ese loco del que estoy completamente enamorada.
Y entre mis felices y vivaces pensamientos, dejo caer una frase que nace de mi boca suave y cálida entre la sensualidad y el placer de ese orgasmo. Una frase que acaricia mi boca con ganas y satisfacción. La satisfacción de ese hombre, del orgasmo, de la vida. Del amor.
Te amo.