La vida
es difícil de describir, pero lo cierto que es lo más sencillo, precioso y
doloroso que podemos tener a lo largo de nuestra existencia en este, y todos
los mundos que quiera que haya en este infinito y absurdo universo.
Sentirse
vivo es la mejor sensación del mundo. Sentirse parte de esta montaña rusa de
sensaciones, de la que solo nos preocupamos en no marearnos, en no vomitar.
Como si vomitar no formase parte de la diversión de sentirse vivo.
Sentir,
a secas.
El
dolor, el amor, la esperanza, la ilusión, y la desilusión tal vez. La
confianza, las decepciones, la vida en su brutal estado de erupción, entera,
completamente entera, para ti.
Y nos
preocupamos de la gente que se va, como si nadie más volviera. De los que ya no
pueden estar, como si hubiésemos olvidado que una vez estuvieron. Como si solo pudiésemos
sentir la pena, el futuro.
Un
futuro que ciertamente, nunca llega. Jamás.
Pero nadie
se para a disfrutar plenamente de los que llegan. De las sensaciones de lo
nuevo, que nunca es igual que lo anterior. Lo pasado. Lo que ya no existe.
Nadie disfruta de los sonidos que escuchamos todos los días. Del viento
meneando el pelo o los pájaros despertándote por la mañana. O de un millón de violines
atormentándote en la cabeza mientras creamos escenas de amor que queremos vivir.
Quizás la
vida es difícil porque siempre queremos volver atrás para mejorar, por lo que
se va, por los que se van…
Pero la
única cosa certera, es que lo importante, es lo que llega. Lo que llega nuevo,
fresco, ilusionado, con ganas de volver a darte más. Más aún de todo en cuanto
ya has vivido, ya has sentido. De todo en cuanto te ha rodeado, pero de todo lo
que nunca has tenido. Porque solo tienes lo que mereces tener, y nadie merece
tener un feliz pasado sin esforzarse por un mejor presente. Y eso es la vida,
tumbarse en el césped y mirar tu presente, donde todo se ha ido, y todo ha
venido, y todo se volverá a ir para dar paso a más cosas que volverán a venir.
La felicidad de ser tú, de sentir, de estar vivo. De notar como el miedo
recorre cada poro de tu piel y la ilusión hace palpitar tú corazón casi tan
rápido como el motor de un Ferrari. A 300, 400, 500 km/h. Siempre disfrutando
de la carrera, sin pensar en hace cuánto ha empezado, ni en cuando terminará.
Todos los sentimientos a la vez, sin pararte a diferenciar. Sin querer
diferenciar. Decidido a abarcarlo todo, en este momento. Porque dentro de un
minuto es tarde. Ya no existe.
Presente.
La vida. Eso es lo importante. Las personas marcan, pero no permanecen siempre.
No pueden. Se van para dar paso a lo que viene. Y solo disfrutamos de eso
cuando diferenciamos que la vida es presente. No hay pasados preciosos y
dolorosos por las marchas, ni futuros planeados a cálculo y ciencia exacta.
Nada de eso existe. La vida no es más que aire fresco que a cada segundo entra
en tus pulmones y en milésimas se vuelve a ir. Y nunca nada, es del todo
nuestro. Jamás. Somos vida que hay que cuidar y valorar. Sin pasados ni
futuros. Sin nada más que el presente que, te hago una pregunta; ¿estás
disfrutándolo? Quizás no.
Y se
va. Y se van. Y esa es la magia de la vida. Que lo viejo, lo inservible, lo
marchito, se vaya, para dar paso a lo nuevo. Al presente. Porque el futuro no
es más que vida que llegará cuando y como ella quiera, y nunca como quieras tú.
No hay
nada que pueda hacer a todos los seres de este mundo pensar igual, nada que
pueda cambiar el mundo. Nada. Lo único para lo que estamos hechos por
naturaleza, es para sentirnos vivos con el presente, con lo nuevo. Sin nada que
atormente nuestra memoria.
Con lo
de ahora. Con el ahora.
Estamos
hechos para sentirnos vivos. Para experimentarlo todo. Todo. Pero sobre todo,
estamos hechos para vivir.
Para
vivir aquí y ahora, porque lo demás no es vida.