Nunca quería ser yo. Desde los nueve o diez años me pasaba,
tenía un odio profundo a mis ser, sobre todo a lo que veía en el espejo. Quería
los ojos azules de Julia, el pelo largo y rubio de Natasha y el cuerpo de
Lucía. Pero aquella era yo, con mis ojos grandes y marrones, mi media melena
castaña oscura con ciertos reflejos pelirrojos al sol y mi regordete cuerpo.
Fui conformándome con ese desprecio de mi misma, albergando en mi oscuro
corazón la esperanza de que el tiempo y la adolescencia hiciesen de mi algo
digno de ver, pero llegaron los catorce, los quince, los dieciséis y nada, mi
cuerpo seguía sin gustarme, y aunque había cambiado muchísimo yo a cada día me
veía peor.
Tengo que reconocer que siempre he sido demasiado oscura,
demasiado pesimista, demasiado inconformista, nunca he sido una chica alegre,
que muestre sus sentimientos. Desde muy pequeña he mirado el valor de las cosas
por lo que parecen y no por lo que son, y he creído que conmigo harían lo
mismo. Exacto, una tremenda gilipollas que no sabía nada de la vida.
Hace dos años, unos días después de cumplir los diecisiete
conocí a Ana. Ana era nuestra nueva compañera de clase, era alta, delgada,
pálida y con unos ojos azules que casi hechizaban. Era solitaria y estaba
apagada, pero no sé por qué siempre me sonreía. Empezamos a hablar y a hacernos
amigas, los demás cuchicheaban pero nos daba igual, Ana tenía una belleza
enorme, era perfecta. Un día estando en casa, Ana insistió en que me pesara, ya
le había hablado de mis constantes inconformismos por cambiar aquel saco de
patatas que veía en el espejo. Me puse encima de la báscula: 62 kg.
Ana sonrió, pero su sonrisa no era dulce como siempre. Sentí
que se reía de mí, aquel ser perfecto, alto y delgado se reía de mí y con
razón: era una foca.
Todavía en esta cama puedo recordar cómo me sentí en aquel
momento, hubiese firmado cualquier oportunidad de caerme redonda al cielo y no
volver a respirar. No quería ese mundo donde nadie iba a quererme, ese mundo no
me gustaba, yo no me gustaba. Era como vivir atada a un bloque de cemento que
no me dejaba avanzar, estaba estancada en mi propio odio, me daba asco, no me
merecía nada, estaba sola y mi única amiga estaba allí riéndose de mí. Y yo no
tenía los cojones de decirle nada porque en el fondo, si yo hubiese sido Ana,
me hubiese reído de cualquiera que se pareciese un poco a mí. Era como comparar
una rosa con una triste margarita. Como comparar un diamante con grafito. No
podía llegar a ella, no podía alcanzarla, ni igualarla… Y entonces Ana me pidió
que cambiara. Me dijo que podía ser como ella, que no me rindiese, que le
hiciera caso… y joder si se lo hice.
No voy a contaros paso a paso que pasó, os lo imagináis
supongo verdad: 1 comida al día, ansiedad, vómitos forzados, deporte sin
control, llantos, cortes llenos de ira, un espejo que me odiaba, una familia
que no me apoyaba porque quería verme gorda y jodida. Pero yo tenía a Ana, yo
creía que Ana era lo único que necesitaba. Y así fui mirando mi báscula… 60,
57, 51. 48, 46, 42… pero nunca era suficiente. No era más feliz, no estaba
conforme nunca. Seguía dándome el mismo asco que cuando tenía diez años y me
sentaba en el recreo a ver moverse el cabello de Natasha, o a ver como el
esbelto cuerpo de Lucía se contoneaba y a mirar cuando tenía oportunidad el
cielo de los ojos de Julia. Seguía siendo aquella triste infeliz que se sentaba
mirando como cualquiera que tuviera algo diferente a mí era por ley mejor que
yo. Dormía escuchando a mi madre llorar, mi cuadro favorito era la basura llena
de aquella comida a la que yo sin tener por qué odiaba. Mis ojos seguían igual
de vacíos, mi piel estaba casi tan amarillenta como mis dientes. Mi pelo no
tenía brillo, era una mata que caía de mi cabeza, y todas aquellas lágrimas
hacían charcos en unas ojeras que no solo tapaban mi cara, también lo poco que
quedaba de mi alma, tan podrida que me mataba por dentro.
No recuerdo como fue aquel día, no veía bien, se me nublaba
la vista, no le hablaba a mamá desde hacía meses, no había ropa de mi talla,
toda me quedaba grande. Llevaba dos días sin comer nada más que una sola
manzana. Después de casi 1 año, hasta el apetito se me había ido junto con las
ganas de vivir. Ahora yo era Ana, hacía lo que Ana decía, comía cuando Ana daba
permiso y dejaba que Ana me castigara a su cruel forma. Mi cuerpo estaba lleno
de marcas, y aunque el número de la báscula me decía que ya era como Ana, el
espejo me hacía ver otra cosa. Yo no era Ana, ¿era Ana yo, quizás?
No voy a seguir contando más, os lo imagináis ¿verdad? No
duré mucho más. Recuerdo que el día que me llevaron al hospital mi padre me
podía coger con un solo brazo mientras del otro tiraba de mi madre, que en el
suelo maldecía y lloraba. En el hospital se asustaron al verme, era una especie
de monstruo. Me había convertido en un monstruo. Pero no importaba, estaba
tocada y hundida… y allí, Ana se fue, sonriente y victoriosa, había llegado a
su meta. Aquel era el fin.
Hace dos años ya que mi madre no tiene que preocuparse por
mis comidas, por mis cortes, por mi peso, por mi rabia interna y me desestabilidad
emocional y mental. No, no es un final feliz. No salí de aquello. Me quedé en
aquella cama de aquel hospital, con el mismo color que aquellas sábanas donde
casi podía perderme sin que me vieran. Y allí conmigo en esa cama se quedó aquella
niña de diez años que miraba a las otras niñas jugar felices.
Hoy cumpliría 21 años, y todavía no consigo saber o contar
todo lo que daría por ser aquella regordeta con el pelo corto y los ojos
grandes, todavía no consigo ver cuánto daría por abrazar a mi madre, por
ponerme un vaquero y que me quedase ajustado, porque mis ojeras fuesen de no
dormir por haber estado toda la noche de fiesta. No sé cuánto daría ahora por mirarme de nuevo
al espejo y verme así como era, con mis enormes defectos que tanto me hacían
ser así. Cuánto daría por volver a aquel día y subirme a la báscula, y al ver
mis 62 kg poder sonreír e irme con mamá a comer un helado. Y por mirar a mi
madre a los ojos y pedirle perdón, solo mirarla y pedirle perdón a ella y a mi
padre por joderme mi vida y la suya a cambio de nada. Pero no puedo. Y eso es
lo más jodido de la vida. No tener ni siquiera la oportunidad de arrepentirse. No
poder mirar atrás y pedir perdón, no poder decir: me equivoqué. Porque te has
jodido hasta tal punto que hasta pierdes los derechos a vivir.
No voy a cambiar el mundo, lo sé. No me quise, no fui feliz,
ni siquiera he conseguido ser leyenda y, probablemente, ninguna de las que
sigáis este camino lo haga. Pero Ana os dirá que sí. El problema es que Ana se
va. Nunca os quiere, nunca se conforma. Ana se marcha victoriosa. No puedo
pediros que no hagáis lo que yo hice, porque hasta el más cenutrio de los seres
humanos sabría que matarse y matar a los que te quieren de esa manera es ser un
monstruo. Y pedir que no os matéis es tan absurdo que me niego. Pero si puedo
pediros a aquellas que desgraciadamente ya habéis empezado este camino, que
paréis. Porque os aseguro que no hay nada más jodido en esta vida, que no tener
siquiera la oportunidad de poder pedir perdón, y sobre todo, no hay nada más
jodido que morirse y no tener la oportunidad de perdonarse a una misma.