domingo, 8 de diciembre de 2013

Memorias de un frío Diciembre

Sal.
Era casi todo en lo que podía centrarse.
Aquella minúscula casa se iba haciendo un espacio enorme entre los dos. No sabía si iba a pasar, pero a la vez, tenía miedo por si pasaba.
¿Qué iba a pensar ella? Afirmar algo sería de creída, negarlo, de una completa idiota. No estaba allí para aquello, eso lo tenía claro. Quería cuarenta y ocho horas llenas de ellos dos, sin nadie a quien mentir, engañar, ocultar. Ella quería aquellas cuarenta y ocho horas en un mundo lejano, en un lugar donde siempre había un hueco para ella, donde no sobraba o estorbaba. Quería estar en su verdadero hogar, con la única persona que le importaba, él.
Mientras fregaba los platos sentía un vacío enorme, una indecisión que la consumía por dentro; el agua estaba fría, el tiempo avecinaba tormenta, y su propio caos mental no la dejaba disfrutar de aquella estancia maravillosa que, aún sin saber como pudo suceder, estaba sucediendo delante de sus narices. Y lo único que podía percibir del exterior de sus pensamientos era una cosa: sal. Olía muchísimo a sal.
Mientras seguía con su tarea de lavar los platos, la cocina se hacía demasiado pequeña, la fina pared que los separaba tenía que ser más gruesa. No quería estar cerca, pero tampoco quería alejarse. No había pensado nunca antes en aquello, y ahora todas esas dudas, miedos, temores e incesables ganas surgían de su interior como un volcán de lava caliente, que curiosamente ya quemaba su entrepierna.
Se sentía estúpida, no había averiguado nada de aquel mundo, y sin embargo a ella esa sensación ya le hacía enloquecer. El frío invernal no fue suficiente como para que ella obviase su calor corporal. Estaba nerviosa, medio sudada y tenía ganas de hacer algo que le calmara esas ansias que nunca antes había sentido. Necesitaba aliviar aquel calor de su entrepierna, sentirse deseada, amada. Como nunca antes se había sentido, pero como inexplicablemente sabía que tenía que sentirse para calmar todo aquello que la inquietaba. Se sentó en el viejo sofá cerca de él, mientras, intentaba fijar los ojos en la televisión y concentrarse en lo que decía; pero era imposible. No podía dejar de mirar de reojo, no sabía que hacer, cruzaba y descruzaba las piernas, se tumbó, se sentó, se puso a toquetear el móvil, miró por la ventana y salió al patio, volvió a entrar, fue al baño, se volvió a sentar. No podía estarse quieta, esa sensación rara la consumía, y la pequeña sonrisa en el rostro de aquel chico que se estaba dando cuenta de todo, la hacía sentirse tonta e infantil. Cogió aire y se metió en la pequeña habitación, se tumbó en la cama y, aún teniéndolo lo suficientemente cerca como para respirar su perfume, se relajó. Estaba a salvo, descansando de ese viaje tan duro y de aquellos pensamientos tan lascivos que estaba creando su mente, tranquila y relajada, acariciando aquellas sábanas donde tantas veces había dejado caer sus sueños, sus lágrimas, sus penas y alegrías.
Se quedó acurrucada en la esquina de esa cama, medio adormilada, abrumada por la cantidad de sensaciones que en unos minutos había llevado a cabo. No quería pensar más en eso, pero cada vez que recordaba la cara de ese chico con esa sonrisa, se sentía más ridícula, y eso no la dejaba dormir.
Segundos más tarde, escucha unos pasos en el suelo de madera, firmes pero cuidadosos, decididos pero sin maldad, sin objetivo ni intenciones raras, y aquello la tranquilizaba. Después notó su cuerpo temblar cuando la mano de aquel chico se posó en su brazo. Giró la cabeza y lo vio allí, con la inocencia y el cariño que siempre le había mostrado, con esas ganas de cuidarla y protegerla que nunca había recibido de nadie. Y en un solo segundo, todo lo que había pensado, interpretado, sentido... se desvanecía. Era afortunada, lo quería muchísimo y aquella era la única oportunidad de disfrutar verdadera y completamente de él.
Los dos se tumbaron juntos y empezaron a hablar de todo: del viaje, de la casa, del tiempo, del mar, de la familia y de los gustos, recordaron como comenzó todo y como de una forma extraña habían acabado en aquella cama, hablando y contándose sus traumas y sus sueños, sus expectativas, sus experiencias. Abriéndose el uno al otro, sin temores.
Ella cada vez era más feliz y aquello le bastaba. Era el de siempre: su maravilloso amigo, su fiel compañero, era él. Es cierto que no era amistad lo que sentía por él, es cierto que veía como la quería de una forma diferente, como la cuidaba, como se preocupaba por ella y su bienestar y como en tan poco tiempo habían conseguido establecer algo único, donde ambos eran capaz de hacer lo que sea por ver al otro feliz. No sabía que era aquello, pero sabía que le bastaba. Sin duda aquello era lo mejor que había sentido nunca, y no quería que el miedo lo arruinase.
Después de una larga conversación, se quedaron allí tumbados, con un silencio increíble mientras sonaban de fondo las olas rompiendo en la orilla. Aquel silencio era el mejor que había escuchado nunca. Casi oía su corazón palpitar a un ritmo que, curiosamente, le pareció más bello que cualquier melodía. No cabía duda, era él, estaba allí, estaba vivo, y no tenía intención de marcharse. Ella en un acto de felicidad se acurrucó a él abrazándolo, quería sentir su calor, quería agarrarlo y saber que estaba allí, que no era una imaginación... él la rodeó con los brazos y empezó a besarle el pelo, con amor, con cariño, con delicadeza y dulzura. Aquellos besos suaves se iban concentrando en su cabeza, y ella ya solo pensaba en ellos. No quería que parara, le gustaba el sonido de su boca besándola, le gustaba el tacto de sus manos tocándola, y no quería que parara. Poco a poco fue besándole el pecho por encima de la camiseta, los hombros, el cuello... notó una tensión en su cuerpo que la refrenó, pero cuando lo miró a los ojos se olvidó de aquello y, casi al unísono, como si los dirigiera un director de orquesta, perfectamente sincronizados, comenzaron a besarse. No había sido su primer beso, es cierto, pero tampoco fue como los anteriores. Aquel llevaba algo escondido que apenas se podía expresar. Era dulce, suave, profundo, pero a la vez fuerte, enérgico, impetuoso y con un toque agresivo, que a ella la hacía enloquecer a cada milésima de segundo que se alargaba. Rodeó con sus manos el cuello de aquel chico y continuó besándola sin pensar si quiera si lo estaba haciendo bien. Movía su lengua dentro de su boca como si buscara agua en el desierto, y a su vez sentía como él hacía lo mismo. Las manos del chico empezaron a rozar la espalda, la cintura, las caderas. Ya no había sensibilidad en aquellas caricias, era todo fuerza y vertiginosidad, fogosidad, un sentimiento ardiente y casi inexplicable que ella por primera vez experimentaba, y no le podía estar gustando más. Quizás aquello era la “pasión”, de la que todo el mundo hablaba. Ella se tumbó en la cama y él, erguido, continuó a su lado, besándola y acariciándola, cada vez por sitios más peligrosos. Pero ella no pensaba en eso, notaba como su camiseta se levantaba poco a poco hasta que el frío el golpeó en el pecho y se dio cuenta de que tenía el sujetador a la vista, después se quitó la camiseta con ayuda de él, y casi por arte de magia el sujetador también estaba desabrochado. Se quedó desnuda totalmente, y notó como aquella boca de la que antes había bebido recorría su pecho, sus senos, su vientre, con pequeños besos, dulces y casi minúsculos que, curiosamente, despertaban en ella una agresividad sexual que no conocía. Los botones de sus vaqueros se habían desabrochado, y aunque sabía que había sido él, prefirió pensar que lo hicieron solos. No podía pensar en intenciones, en si aquello era lo correcto o no, si estaba bien o mal, ella quería estar allí, nunca antes se había sentido mejor. De repente estaba en aquella cama tumbada, tan solo con sus bragas negras y aquel chico semidesnudo, en bóxer, encima de ella, besándola, deseándola, cuidándola... y por un momento, sin pararse a pensar que quizás aquello le costaría muy caro, se atrevió a decir que amándola. Sintió como las dos entrepiernas se rozaban, y como la erección de él cada vez se acercaba más al color de sus muslos. Ella no podía parar de besarle y acariciarle el pecho desnudo: aquel chico era hermoso y maravilloso, el mejor libro que había leído nunca, la imagen más bonita que en sus dieciséis años de vida había podido ver. Verlo tan cerca, tan desatado, tan natural, con las mejillas rojas de aquel calor que desprendíamos era el mayor espectáculo del mundo.
De un momento a otro sintió como sus piernas se abrían casi inconscientemente, su mente ya no ordenaba a su cuerpo, o quizás no quería ordenar. Él desató su erección y dejó libre la más bella muestra de que era hombre: no era un niño, ni un chaval, ni un chico; era un hombre que tenía ganas de ella, y ella por un instante se sintió una mujer, necesitada de amor y placer después de un largo camino de sufrimiento. Los besos bajaron de intensidad, pasaron a ser más cariñosos y cuidadosos, las piernas de la chica comenzaron a temblar y no tenía una garganta lo suficientemente profunda como para tragarse todos aquellos nervios y miedos que le afloraban en el estómago. Ella se ponía más tensa a cada segundo y lo sentía a él cada vez un poco más dentro, casi a punto de tocarle el alma, de entregarle a aquel hombre al que tanto amaba todo lo que le enseñaron que debía reservar para la persona adecuada. Suspiró profundamente, y de momento se replanteó una cosa: “¿qué pasará después de esto?”. Esa pregunta terminó por apoderarse de ella y casi sin darse cuenta las lágrimas brotaron a sus ojos. “¿Y si volvía a perder a lo que más quería, ahora que lo había encontrado? ¿Y si no lo sabía hacer bien? ¿Y si la dejaba allí, con el corazón roto porque no conseguía estar a la altura?” Las preguntas se flecharon unas a otras por su cabeza, la entrepierna empezaba a escocerle y el dolor cada vez estaba más a flote en el ambiente, a punto de estallar. De momento, él cesó sus besos y caricias, estaba en las puertas, ella lo notaba, lo sabía. No quería que parase, pero le daba miedo continuar. Abrió desmesuradamente sus ojos, y se encontraron con los de él. Aquel chico mostraba preocupación, compasión, cariño... tenía miedo por ella, pero aún así le sonrió con amor, regalándole todo el encanto que era capaz de desprender. Le dio un largo beso que, como una inyección de anestesia general le calmó todo el cuerpo. Seguía allí, seguía siendo él... El beso se prolongó y volvió a tocar el entusiasmo que tenía antes, pero él paró antes de que los dos volviésemos a caer en aquel frenesí de pasión salvaje que instantes antes habían experimentado. Levantó la cabeza y la miró, casi como nunca la había mirado, como prometiéndole algo, dándole seguridad, dándole un lugar en aquel mundo donde se sentía perdida. Sus manos entrelazaron las de ella, y suavemente, le besó la frente dejando en aquel beso el signo más puro de amor que ella había recibido nunca. Después con cariño, con seriedad, pero dejando hueco a la elección, con amor, importándole ella y lo que sentía y dejando a un lado aquella furia interna, y casi susurrándole le preguntó: “¿Estás segura?”, y fue desde el lugar más profundo de ella cuando supo clara la respuesta. Asustada por el dolor, pero feliz, asintió la cabeza, y antes de que pudiese prepararse un método de concentración, sintió como la primera embestida le profundizó en el cuerpo, dejándola esta vez totalmente desnuda, de cuerpo y alma, ante aquel hombre. El dolor ya se sentía en su piel, le escocía y le presionaba la entrepierna, pero no quería parar, tenía que aguantarlo, quería aguantarlo, y sobre todo, era mucho más soportable de lo que había oído. Él la miró confuso y asustado, pero ella no dejó que su rostro dolorido lo frenase, lo besó apasionadamente, y con sus manos lo impulsó a una segunda embestida, ésta vez más fuerte, más dolorosa incluso, pero más placentera. Se le escapó un gruñido de dolor, pero no quería parar, no quería que él se moviese de allí, y poco a poco fue impulsándolo para una tercera embestida, y una cuarta, y una quinta, y así una tras otras, a cada cual menos dolorosa y más placentera, más profunda, a cada cuál era más suya, y eso la hacía sentir en el paraíso. Las embestidas eran más rápidas y fuertes, el dolor casi había cesado y el escozor no era lo suficientemente fuerte como para hacerla obviar lo bien que se sentía: se sentía viva, se sentía mujer, la mujer de aquel hombre que estaba allí. La pasión se apoderó de sus besos, de sus caricias, lo besaba más ansiosamente y lo tocaba con más ganas que nunca, y ese calor de la entrepierna iba creciendo mientras sentía en el estómago una sensación rara y desconocida que a cada embestida iba subiendo como las notas agudas del piano. Se sentía la borde del abismo, y de un momento a otro sintió como toda esa tensión que había acumulado en el interior salía desmesuradamente por su boca y por cada poro de su piel mientras gemía de un placer descomunal que le recorría todo el cuerpo. Se sentía enorme. Inmensa, magnífica, gloriosa. No había experimentado nunca una sensación mejor que aquella, podía comerse el mundo, se sentía capaz de hacer lo que fuese. Era como una liberación grandiosa que se había apoderado de todos sus miedos pasados y de todo el dolor recibido.
El chico también gimió al mismo tiempo que ella expresando aquel estado de éxtasis que estaba viviendo, y entonces supo que aquello había acabado allí. Pero no le importaba, eso sí que era un final feliz.
De repente él dejó caer su peso encima del cuerpo de ella y la miró a los ojos. Ella se sentía más segura, más capaz y le dio un beso rápido lleno de frescura en los labios, en señal de agradecimiento por lo que acababa de hacerle sentir. Él sonrió complacidamente y le besó la boca, después la mejilla y después el cuello mientras la abrazaba. El silencio reinaba en aquel pequeño cuarto y ella sintió su aliento en la oreja, y de un segundo a otro escuchó el canto más grande al amor, a la vida, a la felicidad. Y fue con la voz de aquel chico como sinfonía, cuando asimiló por primera vez con aquellas palabras que tanto tiempo llevaba queriendo escuchar: “te amo”, y supo que su verdadera historia había comenzado, una historia pura y verdadera, con olor a sal.