jueves, 13 de junio de 2013

Frío.

Tenía frío.
Todo se podía resumir en nada.
Tenía frío. En el cuerpo y en el alma. Y ese no se quitaba con una mantita, una taza de café bien caliente, los calcetines de ositos y “Casablanca”.
Por eso estaba ella así, porque lo sabía. Sabía que eso es lo que le esperaba el resto de su vida.
Había perdido completamente su fe. La fe que siempre la había acompañado a lo largo de los frondosos y oscuros caminos de su vida, la fe que la había hecho salir de los más profundos abismos donde enterraron a su corazón. Ya no podía sacarla de más lugares.
Está sentada en el banco del parque. El mismo banco del mismo parque de todos los años. Y mientras insípidas lágrimas le recorren un rostro pálido y ensombrecido dejando la marca en su maquillaje, ella hace un largo recorrido por su infinita lista de fracasos emocionales que la han ido marcando lentamente en sus demasiadas pocas primaveras. Y piensa en el por qué.
Si él la viera... “El por qué”.
Piensa en lo que ha querido a sus amigas y a sus padres. En cómo ha estado presente para todos, aún sin merecerlo. En sus canciones y sus bailes, en su amor a este mundo que la rodeaba. A lo agradecida que ha estado siempre de estar viva, aunque su vida fuese un montón de basura acumulada que se desmoronaba cada vez que alguien acumulaba una bolsa más. Escombros de soledad y tristeza, de dolor y angustia, que ella cargaba en sus jóvenes espaldas, siempre sonriendo. Siempre con la esperanza y la fe de que mañana, y siempre mañana, todo cambiaría.
Jamás se rendía. Ella era de las valientes.
A veces lloraba y se maldecía, a ella y a todo en cuanto la acompañaba. Se arropaba hasta la cabeza y se escondía, tiritando de miedo por saber que al salir de esas sábanas volvería a pincharse con rosas repletas de espinas y sin hojas. Rosas feas y peligrosas que ella recogía, solo porque alguien a quien llamamos: “vida, karma, destino” las plantó en su jardín. Y ella se levantaba y recogía las rosas de los gritos, de la ignorancia, de los golpes y el cansancio con una sonrisa. Porque eran sus rosas. Y las quería.
¿Qué había hecho? ¿Por qué la vida la trataba así con lo que ella la amaba? Aún, después de 29 primaveras, se lo sigue preguntando.
Y recuerda cuando él llegó… todo parecía haber cambiado… La vida empezaba a sacarla de su jardín de flores marchitas. Empezaba a quererla… pero todo eso, apenas duró.
Alguien tiene que recoger las flores que nadie quiere. Alguien debe de hacerlo.
Ella entra en el cementerio, y mientras camina… mira su vestido rojo. Y piensa en que curioso es el tiempo, que antes de que él se fuera, le regaló ese vestido por su cumpleaños, y le dijo: “La luz y el color que tú siempre has desprendido, están en este vestido. Si un día te faltan esa luz y ese color, póntelo y recuerda quien fuiste. Y quien siempre serás”.
Y después se fueron los dos. Sus dos hombres. El amor de su vida que la había sacado de aquel jardín, y su pequeña flor fruto de ese amor incondicional. Se fueron a por su regalo, a por su sorpresa… se fueron para no volver.
Dios... ¿Cómo cojones la vida ha podido hacerle eso?... Jamás la perdonará… jamás.
Camina un poco más hasta que llega a sus tumbas. Allí están. Juntos… donde quiera que estén.
Primero le pone flores a la tumba más grande. La de un hombre alto.
Su amor. Mira su lápida, y rompe a llorar: “Aquí se haya el más increíble de los hombres que ha existido en la faz de la tierra, y ahora, en todo el universo. Descansa en paz”.
Minutos después, gira la cabeza. Al lado una tumba mucho más pequeña, llena de juguetes y ropa de niño. Ella la examina de arriba abajo.
Y piensa en aquel cumpleaños. En aquel portazo de los dos riendo por la sorpresa. En lo bien que le quedaba el vestido rojo. Y en lo que cambió todo, media hora más tarde cuando ese maldito teléfono sonó. Cuando en mitad de aquel hospital los vio a los dos, tan pálidos y tan guapos. Casi sonriendo. Juntos y felices. Y fríos… muy fríos…
Y sonríe. Cuanto se querían. Cuanto la querían a ella.
 Y la de veces que ha decidido abandonar. Ir con ellos, intentar buscarlos y estar los tres juntos. Dejar este sin sentido que ya no le parecía más que monotonía absurda. Levantarse, trabajar, emborracharse y llorar para vaciar el alcohol y lo poco que le queda dentro.
Llorar el dolor, la ausencia. Llorar la vida que ya le habían quitado.
Llorar el frío.
Y mientras está sentada entre las dos tumbas, contemplando a los hombres de su vida, el aire le levanta el vestido. Ella lo mira, lo coge entre sus manos, con cuidado, con amor. Como los tocaba a ellos dos.
Y después los mira. Sonriente, pero con dolor. Cansada. Hundida. Pero incapaz de fallarles y abandonar.
Incapaz de fallarles…
Y entonces se levanta, se enjuga las lágrimas, se pone los tacones que tiene en el suelo y se dispone a marchar. Y antes de irse, besa esas dos grandes cajas de mármol, y los mira; “Hasta el próximo año queridos...” y antes de marchar, lo dice en voz alta, sabiendo que la escuchan. Que están allí, protegiéndola… “Vosotros fuisteis mi luz y mi color, y siempre lo seréis”...
Y empieza a caminar, sin pensar en nada, con la mente en blanco de recuerdos y de pensamientos. Y lo único que sabe con certeza, lo único que nadie puede discutirle… es solo una cosa...

Tenía frío. Era pleno Agosto, y tenía frío.