Sal.
Era casi todo en lo que podía
centrarse.
Aquella minúscula casa se iba haciendo
un espacio enorme entre los dos. No sabía si iba a pasar, pero a la
vez, tenía miedo por si pasaba.
¿Qué iba a pensar ella? Afirmar algo
sería de creída, negarlo, de una completa idiota. No estaba allí
para aquello, eso lo tenía claro. Quería cuarenta y ocho horas
llenas de ellos dos, sin nadie a quien mentir, engañar, ocultar.
Ella quería aquellas cuarenta y ocho horas en un mundo lejano, en un
lugar donde siempre había un hueco para ella, donde no sobraba o
estorbaba. Quería estar en su verdadero hogar, con la única persona
que le importaba, él.
Mientras fregaba los platos sentía un
vacío enorme, una indecisión que la consumía por dentro; el agua
estaba fría, el tiempo avecinaba tormenta, y su propio caos mental
no la dejaba disfrutar de aquella estancia maravillosa que, aún sin
saber como pudo suceder, estaba sucediendo delante de sus narices. Y
lo único que podía percibir del exterior de sus pensamientos era
una cosa: sal. Olía muchísimo a sal.
Mientras seguía con su tarea de lavar
los platos, la cocina se hacía demasiado pequeña, la fina pared que
los separaba tenía que ser más gruesa. No quería estar cerca, pero
tampoco quería alejarse. No había pensado nunca antes en aquello, y
ahora todas esas dudas, miedos, temores e incesables ganas surgían
de su interior como un volcán de lava caliente, que curiosamente ya
quemaba su entrepierna.
Se sentía estúpida, no había
averiguado nada de aquel mundo, y sin embargo a ella esa sensación
ya le hacía enloquecer. El frío invernal no fue suficiente como
para que ella obviase su calor corporal. Estaba nerviosa, medio
sudada y tenía ganas de hacer algo que le calmara esas ansias que
nunca antes había sentido. Necesitaba aliviar aquel calor de su
entrepierna, sentirse deseada, amada. Como nunca antes se había
sentido, pero como inexplicablemente sabía que tenía que sentirse
para calmar todo aquello que la inquietaba. Se sentó en el viejo
sofá cerca de él, mientras, intentaba fijar los ojos en la
televisión y concentrarse en lo que decía; pero era imposible. No
podía dejar de mirar de reojo, no sabía que hacer, cruzaba y
descruzaba las piernas, se tumbó, se sentó, se puso a toquetear el
móvil, miró por la ventana y salió al patio, volvió a entrar, fue
al baño, se volvió a sentar. No podía estarse quieta, esa
sensación rara la consumía, y la pequeña sonrisa en el rostro de
aquel chico que se estaba dando cuenta de todo, la hacía sentirse
tonta e infantil. Cogió aire y se metió en la pequeña habitación,
se tumbó en la cama y, aún teniéndolo lo suficientemente cerca
como para respirar su perfume, se relajó. Estaba a salvo,
descansando de ese viaje tan duro y de aquellos pensamientos tan
lascivos que estaba creando su mente, tranquila y relajada,
acariciando aquellas sábanas donde tantas veces había dejado caer
sus sueños, sus lágrimas, sus penas y alegrías.
Se quedó acurrucada en la esquina de
esa cama, medio adormilada, abrumada por la cantidad de sensaciones
que en unos minutos había llevado a cabo. No quería pensar más en
eso, pero cada vez que recordaba la cara de ese chico con esa
sonrisa, se sentía más ridícula, y eso no la dejaba dormir.
Segundos más tarde, escucha unos pasos
en el suelo de madera, firmes pero cuidadosos, decididos pero sin
maldad, sin objetivo ni intenciones raras, y aquello la
tranquilizaba. Después notó su cuerpo temblar cuando la mano de
aquel chico se posó en su brazo. Giró la cabeza y lo vio allí, con
la inocencia y el cariño que siempre le había mostrado, con esas
ganas de cuidarla y protegerla que nunca había recibido de nadie. Y
en un solo segundo, todo lo que había pensado, interpretado,
sentido... se desvanecía. Era afortunada, lo quería muchísimo y
aquella era la única oportunidad de disfrutar verdadera y
completamente de él.
Los dos se tumbaron juntos y empezaron
a hablar de todo: del viaje, de la casa, del tiempo, del mar, de la
familia y de los gustos, recordaron como comenzó todo y como de una
forma extraña habían acabado en aquella cama, hablando y contándose
sus traumas y sus sueños, sus expectativas, sus experiencias.
Abriéndose el uno al otro, sin temores.
Ella cada vez era más feliz y aquello
le bastaba. Era el de siempre: su maravilloso amigo, su fiel
compañero, era él. Es cierto que no era amistad lo que sentía por
él, es cierto que veía como la quería de una forma diferente, como
la cuidaba, como se preocupaba por ella y su bienestar y como en tan
poco tiempo habían conseguido establecer algo único, donde ambos
eran capaz de hacer lo que sea por ver al otro feliz. No sabía que
era aquello, pero sabía que le bastaba. Sin duda aquello era lo
mejor que había sentido nunca, y no quería que el miedo lo
arruinase.
Después de una larga conversación, se
quedaron allí tumbados, con un silencio increíble mientras sonaban
de fondo las olas rompiendo en la orilla. Aquel silencio era el mejor
que había escuchado nunca. Casi oía su corazón palpitar a un ritmo
que, curiosamente, le pareció más bello que cualquier melodía. No
cabía duda, era él, estaba allí, estaba vivo, y no tenía
intención de marcharse. Ella en un acto de felicidad se acurrucó a
él abrazándolo, quería sentir su calor, quería agarrarlo y saber
que estaba allí, que no era una imaginación... él la rodeó con
los brazos y empezó a besarle el pelo, con amor, con cariño, con
delicadeza y dulzura. Aquellos besos suaves se iban concentrando en
su cabeza, y ella ya solo pensaba en ellos. No quería que parara, le
gustaba el sonido de su boca besándola, le gustaba el tacto de sus
manos tocándola, y no quería que parara. Poco a poco fue besándole
el pecho por encima de la camiseta, los hombros, el cuello... notó
una tensión en su cuerpo que la refrenó, pero cuando lo miró a los
ojos se olvidó de aquello y, casi al unísono, como si los dirigiera
un director de orquesta, perfectamente sincronizados, comenzaron a
besarse. No había sido su primer beso, es cierto, pero tampoco fue
como los anteriores. Aquel llevaba algo escondido que apenas se podía
expresar. Era dulce, suave, profundo, pero a la vez fuerte, enérgico,
impetuoso y con un toque agresivo, que a ella la hacía enloquecer a
cada milésima de segundo que se alargaba. Rodeó con sus manos el
cuello de aquel chico y continuó besándola sin pensar si quiera si
lo estaba haciendo bien. Movía su lengua dentro de su boca como si
buscara agua en el desierto, y a su vez sentía como él hacía lo
mismo. Las manos del chico empezaron a rozar la espalda, la cintura,
las caderas. Ya no había sensibilidad en aquellas caricias, era todo
fuerza y vertiginosidad, fogosidad, un sentimiento ardiente y casi
inexplicable que ella por primera vez experimentaba, y no le podía
estar gustando más. Quizás aquello era la “pasión”, de la que
todo el mundo hablaba. Ella se tumbó en la cama y él, erguido,
continuó a su lado, besándola y acariciándola, cada vez por sitios
más peligrosos. Pero ella no pensaba en eso, notaba como su camiseta
se levantaba poco a poco hasta que el frío el golpeó en el pecho y
se dio cuenta de que tenía el sujetador a la vista, después se
quitó la camiseta con ayuda de él, y casi por arte de magia el
sujetador también estaba desabrochado. Se quedó desnuda totalmente,
y notó como aquella boca de la que antes había bebido recorría su
pecho, sus senos, su vientre, con pequeños besos, dulces y casi
minúsculos que, curiosamente, despertaban en ella una agresividad
sexual que no conocía. Los botones de sus vaqueros se habían
desabrochado, y aunque sabía que había sido él, prefirió pensar
que lo hicieron solos. No podía pensar en intenciones, en si aquello
era lo correcto o no, si estaba bien o mal, ella quería estar allí,
nunca antes se había sentido mejor. De repente estaba en aquella
cama tumbada, tan solo con sus bragas negras y aquel chico
semidesnudo, en bóxer, encima de ella, besándola, deseándola,
cuidándola... y por un momento, sin pararse a pensar que quizás
aquello le costaría muy caro, se atrevió a decir que amándola.
Sintió como las dos entrepiernas se rozaban, y como la erección de
él cada vez se acercaba más al color de sus muslos. Ella no podía
parar de besarle y acariciarle el pecho desnudo: aquel chico era
hermoso y maravilloso, el mejor libro que había leído nunca, la
imagen más bonita que en sus dieciséis años de vida había podido
ver. Verlo tan cerca, tan desatado, tan natural, con las mejillas
rojas de aquel calor que desprendíamos era el mayor espectáculo del
mundo.
De un momento a otro sintió como sus
piernas se abrían casi inconscientemente, su mente ya no ordenaba a
su cuerpo, o quizás no quería ordenar. Él desató su erección y
dejó libre la más bella muestra de que era hombre: no era un niño,
ni un chaval, ni un chico; era un hombre que tenía ganas de ella, y
ella por un instante se sintió una mujer, necesitada de amor y
placer después de un largo camino de sufrimiento. Los besos bajaron
de intensidad, pasaron a ser más cariñosos y cuidadosos, las
piernas de la chica comenzaron a temblar y no tenía una garganta lo
suficientemente profunda como para tragarse todos aquellos nervios y
miedos que le afloraban en el estómago. Ella se ponía más tensa a
cada segundo y lo sentía a él cada vez un poco más dentro, casi a
punto de tocarle el alma, de entregarle a aquel hombre al que tanto
amaba todo lo que le enseñaron que debía reservar para la persona
adecuada. Suspiró profundamente, y de momento se replanteó una
cosa: “¿qué pasará después de esto?”. Esa pregunta terminó
por apoderarse de ella y casi sin darse cuenta las lágrimas brotaron
a sus ojos. “¿Y si volvía a perder a lo que más quería, ahora
que lo había encontrado? ¿Y si no lo sabía hacer bien? ¿Y si la
dejaba allí, con el corazón roto porque no conseguía estar a la
altura?” Las preguntas se flecharon unas a otras por su cabeza, la
entrepierna empezaba a escocerle y el dolor cada vez estaba más a
flote en el ambiente, a punto de estallar. De momento, él cesó sus
besos y caricias, estaba en las puertas, ella lo notaba, lo sabía.
No quería que parase, pero le daba miedo continuar. Abrió
desmesuradamente sus ojos, y se encontraron con los de él. Aquel
chico mostraba preocupación, compasión, cariño... tenía miedo por
ella, pero aún así le sonrió con amor, regalándole todo el
encanto que era capaz de desprender. Le dio un largo beso que, como
una inyección de anestesia general le calmó todo el cuerpo. Seguía
allí, seguía siendo él... El beso se prolongó y volvió a tocar
el entusiasmo que tenía antes, pero él paró antes de que los dos
volviésemos a caer en aquel frenesí de pasión salvaje que
instantes antes habían experimentado. Levantó la cabeza y la miró,
casi como nunca la había mirado, como prometiéndole algo, dándole
seguridad, dándole un lugar en aquel mundo donde se sentía perdida.
Sus manos entrelazaron las de ella, y suavemente, le besó la frente
dejando en aquel beso el signo más puro de amor que ella había
recibido nunca. Después con cariño, con seriedad, pero dejando
hueco a la elección, con amor, importándole ella y lo que sentía y
dejando a un lado aquella furia interna, y casi susurrándole le
preguntó: “¿Estás segura?”, y fue desde el lugar más profundo
de ella cuando supo clara la respuesta. Asustada por el dolor, pero
feliz, asintió la cabeza, y antes de que pudiese prepararse un
método de concentración, sintió como la primera embestida le
profundizó en el cuerpo, dejándola esta vez totalmente desnuda, de
cuerpo y alma, ante aquel hombre. El dolor ya se sentía en su piel,
le escocía y le presionaba la entrepierna, pero no quería parar,
tenía que aguantarlo, quería aguantarlo, y sobre todo, era mucho
más soportable de lo que había oído. Él la miró confuso y
asustado, pero ella no dejó que su rostro dolorido lo frenase, lo
besó apasionadamente, y con sus manos lo impulsó a una segunda
embestida, ésta vez más fuerte, más dolorosa incluso, pero más
placentera. Se le escapó un gruñido de dolor, pero no quería
parar, no quería que él se moviese de allí, y poco a poco fue
impulsándolo para una tercera embestida, y una cuarta, y una quinta,
y así una tras otras, a cada cual menos dolorosa y más placentera,
más profunda, a cada cuál era más suya, y eso la hacía sentir en
el paraíso. Las embestidas eran más rápidas y fuertes, el dolor
casi había cesado y el escozor no era lo suficientemente fuerte como
para hacerla obviar lo bien que se sentía: se sentía viva, se
sentía mujer, la mujer de aquel hombre que estaba allí. La pasión
se apoderó de sus besos, de sus caricias, lo besaba más
ansiosamente y lo tocaba con más ganas que nunca, y ese calor de la
entrepierna iba creciendo mientras sentía en el estómago una
sensación rara y desconocida que a cada embestida iba subiendo como
las notas agudas del piano. Se sentía la borde del abismo, y de un
momento a otro sintió como toda esa tensión que había acumulado en
el interior salía desmesuradamente por su boca y por cada poro de su
piel mientras gemía de un placer descomunal que le recorría todo el
cuerpo. Se sentía enorme. Inmensa, magnífica, gloriosa. No había
experimentado nunca una sensación mejor que aquella, podía comerse
el mundo, se sentía capaz de hacer lo que fuese. Era como una
liberación grandiosa que se había apoderado de todos sus miedos
pasados y de todo el dolor recibido.
El chico también gimió al mismo
tiempo que ella expresando aquel estado de éxtasis que estaba
viviendo, y entonces supo que aquello había acabado allí. Pero no
le importaba, eso sí que era un final feliz.
De repente él dejó caer su peso
encima del cuerpo de ella y la miró a los ojos. Ella se sentía más
segura, más capaz y le dio un beso rápido lleno de frescura en los
labios, en señal de agradecimiento por lo que acababa de hacerle
sentir. Él sonrió complacidamente y le besó la boca, después la
mejilla y después el cuello mientras la abrazaba. El silencio
reinaba en aquel pequeño cuarto y ella sintió su aliento en la
oreja, y de un segundo a otro escuchó el canto más grande al amor,
a la vida, a la felicidad. Y fue con la voz de aquel chico como
sinfonía, cuando asimiló por primera vez con aquellas palabras que
tanto tiempo llevaba queriendo escuchar: “te amo”, y supo que su
verdadera historia había comenzado, una historia pura y verdadera,
con olor a sal.