jueves, 11 de febrero de 2016

Acto revolucionario.

Tengo la mejor profesión del mundo.

Si, así es. Trabajo, responsabilidad, obligación, pasión: vida. Yo tengo la mejor que un ser humano puede tener, y me ha costado mucho tenerla.

Para empezar me matriculé sin querer en Instituto Nacional del Caos. Como profesores tuve a la paciencia, el instinto y los principios. Como los matones de clase estuvieron los prejuicios, las miradas acusadoras, las ausencias, la incomprensión y esa sensación absurda de temor. Hice buenos amigos, algunos momentáneos como las caricias en la panza, antojos, lagrimillas de emoción y muchos besos de quien por entonces me amaba. Como amigos para toda la vida tuve un apoyo incondicional de mi familia, tuve la ayuda, la benevolencia, la caridad, las palabras de ánimo y la seguridad dentro de mí misma de que aquello, costara lo que costara entenderlo y le costase a quien le costase, era la vida que quería.

Tuve asignaturas un poco jodidas, eso sí: nunca hice pellas. No porque me faltasen ganas, ¿eh? Pero sabía que no me quedaba otra que pasar algunos que otros malos tragos para la recompensa. Así que algunas mañanas detrás de desayunar tocaban náuseas, otras mareos, otras cansancio (ésta la saqué con nota) Los cambios de humor era la que peor llevaba, y sobre todo, la que siempre suspendí fue la de superar el miedo. Nunca conseguí dejar de tener miedo. Todavía, a día de hoy que ya ejerzo mi profesión, no lo he conseguido. Fueron nueve largos (aunque ahora parecen cortos) meses de estudio intenso. Y después llegó el examen. Contracciones, miedo, incertidumbre, dolor… y amor. Muchísimo amor porque aquella era mi nueva vida, la que yo había decidido pero, de la cual no sabía absolutamente nada. Y entonces... allí tuve mi matrícula de honor. Con sus casi 4 kilos, con sus ojitos grises taladrándome y con su cuerpo pequeño e indefenso dándome las gracias por todo el esfuerzo que había hecho y por todo el que a partir de ese momento me quedaba por hacer.
Y os prometo, os juro, que fue el esfuerzo que más ha merecido la pena en el mundo.

Ahora, bueno, trabajo todos los días, de lunes a domingo las 24 horas. Sí, sí, parece un trabajo explotado ¿eh? No os creáis. He aprendido de marcas de leche en polvo y potitos, os puedo enumerar las tallas de los pañales que existen y el peso que corresponde a cada una de ellas. De uniforme tengo las ojeras, y de compañeros de curro el estrés y las prisas. He aprendido de música y de cine: a canciones infantiles y dibujitos animados no hay quien me gane. También algo de medicina: nunca había visitado tantas veces seguidas a un médico. En definitiva: es un trabajo que requiere dedicación y sacrificio. Pero el sueldo merece la pena: los besos llenos de babas, la sensación de que unas pequeñas manitas te acaricien, las palabras nuevas que se transforman en un diccionario absurdo y precioso que solo al recordarlo te hace reír. Las sonrisas de complicidad con alguien que te ama incondicionalmente. La mirada llena de ternura cuando estás triste que te anima, que te alivia, que te salva. La respiración tranquila de un cuerpecito dormido que sabes que depende de ti…

Elegí ser madre a pesar del esfuerzo que ello conlleva. Me cuesta mucho hacerlo bien, no sé si sabéis cuantísimo. Sigo teniendo miedo a mis fallos a pesar de saber que mi hijo me los perdonaría todos. Sigo preguntándome si lo hago bien, incluso si estoy preparada para darle todo lo que se merece. Pero sigo ahí: todos los días, todas las noches. Sigo ahí amándolo y educándolo lo mejor que se, aprendiendo cada día a hacerlo mejor y mejor. Intentando siempre  que esté igual de orgulloso de mí que yo lo estoy de él.

Ser madre fue la decisión más complicada de mi vida. Nunca he sido la chica que obedece o se guía por lo políticamente correcto: he sido siempre desobediente, impulsiva y rebelde. Mi hijo quizás es el mayor acto de rebeldía que he cometido, y, sin duda alguna, del que más contenta me siento. No sé qué me deparará la vida, no sé qué camino escogeré en vistas al futuro. No puedo hablar alto y claro sobre lo que quiero o querré porque ni yo misma lo sé: me muevo casi al compás del viento y cambio imprevisiblemente igual que él. Soy desconcertante, tozuda, cabezona, brusca, impetuosa y pasional. Sé que he ganado muchísimo siendo así, sé que he perdido otras tantas cosas. Sé que me quedan muchas partidas que jugar, muchas victorias que celebrar y muchos fracasos de los que lamentarme. Me quedan muchas decisiones incorrectas que tomar, y me quedan muchas veces que repetirme que no puedo ser así aunque el fondo sepa que no quiero cambiar porque me gusta como soy. Y de todas las cosas que he hecho y me quedan por hacer…. Os prometo que cuando miro a mi hijo, de él es de lo que más orgullosa me siento.

Gracias por hacerme una mejor persona para ti y para mí misma. Gracias por ser la mejor decisión de mi vida. Gracias por ser mi gran acto revolucionario contra el mundo, porque ahora todos ven lo que yo supe ver desde un principio: no hay mayor premio que afrontar tu vida como te dicta tu corazón.


Ahora y siempre, perdóname por los fallos. Son parte de la vida y sobre todo son parte de mí. No soy la madre más seria y disciplinada del mundo, tampoco la más centrada, la más cuerda y sobre todo, no soy la más visionaria. Pero te quiero con toda mi alma desde que supe que estabas dentro de mí, y hago cada día lo imposible para que tú ames con esa fuerza al mundo que te rodea. 

Te quiero mi amor. Más de lo que nunca podría imaginar. Siempre juntos.

sábado, 6 de febrero de 2016

Confesiones.

Perdona la trenza de mi pelo casi desecha de reír, perdona las arrugas en las comisuras de mi boca. Perdona mi cara lavada, mis ojeras malva, mi carcajada sonora y áspera. Perdona que no sea una señorita de las que presumir agarrada a tu brazo. 
Perdona si yo voy corriendo, saltando, riendo. Y me choco, y sonrío, y discuto, y grito. Y me caigo y me levanto. Perdona si me maquillo para mi y no para ti, perdona si mi viejo pijama no es tan sensual como la lencería con la que un día me imaginaste. Perdona si como con las manos, rápido, a veces hago ruido y de vez en cuando eructo. Perdona por sentarme con las piernas abiertas, morderme las uñas y más de una vez hurgarme la nariz. Perdona por no cocinar siempre platos perfectos, porque me guste la comida basura, porque mi pelo no siempre esté alisado y porque yo también aunque me asee muchas veces huela mal. 
Perdona por ser yo la que te regale una flor, perdona por pasarme menos tiempo que tú frente al espejo, porque entienda más de fútbol que tus amigos y me aburran las conversaciones de cuantos nombres tiene un mismo color en distintos tonos. 
Discúlpame si no soy esa chica educada y bien hablada que a todos sonríe. Perdona por ser borde, deslenguada, conocer multitud de tacos y que los gestos de mi cara sean lo suficientemente claros para hacer saber a la gente que no me caen bien que no les soporto. 
Perdona por protestar cuando algo me parece injusto, por contestar cuando creo que se me falta el respeto o que no se me tiene en cuenta. Por hacerme notar, por no callarme. Perdona por gritar cuando me enfado, por llorar a lágrima suelta y patalear en el suelo. Perdona si bostezo mientras hablo, si a veces me huelen los pies, si hay semanas que no me apetece depilarme, si tengo churretes en la boca después del helado.
Perdona por levantarme con mal humor y perdona si mi aliento por las mañanas no es agradable. Perdona si hago planes que sin contar contigo, si me sé defender sola de algún que otro hombre que decide ligar de maneras incorrectas. Perdona si voy corriendo sin importarme que estemos juntos cuando una amiga me necesita de verdad. Perdona si tengo amigos hombres a los que abrazo y beso sin importarme lo que el mundo me diga. 
Perdona si estoy especialmente guapa vestida y decido sentarme en el suelo a beber una cerveza a morro. Y perdona por llevar los tacones en la mano y andar descalza, sé que me veo más guapa con ellos puestos. Soy consciente, pero son realmente incómodos.
Perdona por hacerte reír, por saber contar chistes verdes, por hablar de sexo sin pudor. Porque mi pecho sea pequeño y esté separado, porque mi trasero necesite un hueco más grande de la cuenta para sentarse. Porque alguna vez mi periodo ha dejado manchado mi pijama. Por ir con prisas, por olvidarme siempre de algo. Perdón por ser un desastre, un caos. Por no saber lo que quiero, por gritar cuando me apetece y bailar cuando me apetece y reír cuando me apetece. Perdón por mi vicio al móvil, a las redes sociales y a las consolas. Perdón porque me guste vestir con camisas de hombres y con botines más que con esos vestidos que tanto te gustan en otras chicas. 
Perdóname. Por no ser la chica a la que necesitas proteger, por no ser lo que esperabas. Perdón si te molesta que tenga carácter, carisma, personalidad. Perdón si te molesta que no me importe lo que piensen de mi, que sienta todo lo que hago, que viva mi vida de la manera que yo he decidido y no en la que el resto me ha querido imponer. Perdón si no soy sumisa, conformista y amoldable. Perdón si he sido muchas cosas que socialmente una chica no puede ser. Perdón si a mi esas críticas que a ti te matan, no me afectan. Perdón si no tengo todos esos puntos intermedios que a ti te gustaría que tuviese. 
Perdón si no siempre soy dulce, perdón si no siempre me apetece estar contigo. Perdón si no cambio mi manera de ser y actuar solo porque estés desconforme con ella. 
Perdón por quererte pero no necesitarte. Perdón por saber ser feliz sin ti.
Perdóname por no ser lo que te hubiese gustado que fuese. 
Pero sobre todo, perdóname porque quizás, alguna remota vez, pensé que la que no estaba a la altura era yo.