domingo, 19 de mayo de 2013

Mi pequeño océano.


Te sentí.
Mi vida se oscureció, se aclaró, tomo un rumbo determinado en un solo instante. Un minuto, quizás menos. Nunca tantos pensamientos diferentes habían pasado por mi cabeza en un espacio tan breve de tiempo. Eran pensamientos rápidos. Venían y antes de que pudieses verlo ya se habían ido, pero te dejaban marca. Eran estrellas fugaces jugando a ver cuál era la más rápida, la más difícil de ver. La más complicada y la que la mayoría dejaría de lado creyendo no poder alcanzarla. Quizás, la más importante.
El corazón se me paró, o quizás solo duplicó su ritmo. Lo duplicó, por dos. Eso es. Dos. Miré alrededor y ya todo estaba diferente. Todo cobró una importancia que antes no tenía. El exterior era insignificante, mientras cada mueble que me rodeaba, cada foto, cada azulejo del suelo empezaba a adquirir una importancia que antes no tenía. Empecé a ver ese lugar como antes no se me hubiese imaginado mirarlo. Era un hogar. Un hogar para ti.
Un martillo resonaba en mi cabeza golpeándola firmemente, decidido, constante. Solo podía llorar. No sé si de felicidad, de preocupación, de tristeza. Lo único que tenía claro es que sentía miedo. Mucho miedo. Miedo por ti. Por nosotros. Y aún lo siento. Todo está turbio. Como un día en la playa cuando hay oleaje. Igual. Eso es, este es mi mar. Mi pequeño y enorme océano. Y ahora mismo hay muchísimo mar de fondo. Revuelto y fiero, salvaje. Pero real. Tan real como que si dejo de respirar ahora, dejo de vivir. Se abrió la puerta. Él apenas levantó la mirada. ¿Y él? Dios mío. Acabo de complicarlo todo tanto. Extendí la mano dándole ese aparatito que me quemaba en la palma de la mano. Las lágrimas apenas me dejaban ver. Dos rayitas. ¿Cómo cojones dos rayitas te pueden cambiar la vida? Entonces escuché el silencio. Y mis fuerzas dependían de quien tenía justo al frente. No hay más. Me convertí en una marioneta incapaz de pensar, de sentir. Ahora yo no entiendía nada. Solo sé que estás, y que ya estarás siempre. Pero de momento una calidez enorme rodeó mi cuerpo. Sus brazos. Los brazos de ese hombre que tanto te ama. Que tanto nos ama y nos cuida.  Y yo derramaba lágrimas pensando: "No sabes la suerte que tienes, el será siempre tuyo. Siempre hasta el fin de los días. Seas como seas y hagas lo que hagas”. Y un beso cálido calmó mi sed. Mi sed de cariño, de amor. Del increíble amor que solo tu padre me sabe dar. Mi sed de miedos. Luego, me llevé lentamente una mano al vientre. Dios... ¿sentirás cómo te toco? ¿Sentirás mi amor? El amor incondicional y eterno que ahora mismo empiezo a sentir por ti, por y para siempre.
No me preguntes como, pero te sentí. Te sentí temblar, con miedo, pidiendo auxilio. Pidiendo vida. Una vida que yo jamás me negaría a darte. Te sentí amándonos, te sentí amándome. Te sentí en lo más profundo de mí. De nosotros, que ahora somos uno. Y no pude evitar sonreír. Ya te amo. Ya te he dado mi vida. Ya lo eres todo. Y ya soy feliz gracias a ti.
Mi pequeña estrella fugaz, esa que algunos no son capaces de ver. El amor. Ese amor que empiezas a sentir y que ya nunca va a parar.
Mi pequeño y complicado océano. No me preguntes como, pero te sentí. Ahora, somos tres. No temas, nunca sufrirás, nunca te faltará de nada. Lo sé. Te sentí ese día, y ahora te siento. Siento que todo irá bien. Aunque me deje la vida en ello.
Estás con nosotros pequeño, no lo olvides. Bienvenido a la vida. Bienvenido a tu maravillosa vida, esa que te daremos cueste lo que cueste.
Te quiero.