lunes, 27 de enero de 2014

Bienvenido.

Era increíble.
Había sido consciente durante 7 meses y 23 días de que ibas a llegar. Había visto como mi cuerpo cambiaba poco a poco, acompañando a mi vida que a cada segundo tomaba un rumbo nuevo. Curioso: un rumbo marcado por ti.
Durante ese tiempo había notado como tu pequeño cuerpo se formaba poco a poco, como adquirías capacidades, reflejos, movimientos. Resumiendo, ibas tomando vida a cada día que pasaba, y esa vida crecía dentro de mi.
Debería haber estado lo suficientemente preparada para aquellas sensaciones, y mucho más teniendo en cuenta de que justo hacía una semana que ya deberías haber estado con nosotros. Era más que obvio que ese momento tenía que llegar, pero lo que dicen es verdad: nunca se está lo suficientemente preparada.
El dolor era casi imperceptible, un retortijón  extraño, una presión en la vagina y un ligero escozor en la pelvis cada 7 minutos. Una ligera ilusión porque aquello fuese todo, y la conciencia de que tenía que llegar algo mucho más fuerte, en definitiva, en menos de 24 horas (si Dios quisiera) te iba a tener en mis brazos.
Fueron unas 11 horas muy pero que muy largas, no por el dolor que apenas había, pero sí por la impaciencia de pasar aquel rato que, a primera vista solo iba a ser malo, y terminar con aquel ciclo de 41 semanas donde solo podía sentirte, ni verte, ni escucharte, ni tocarte.
Son las doce de la noche, el camisón blanco del hospital es feo, mis ojeras son enormes y la habitación del hospital no me gusta, el ambiente es demasiado caluroso por la calefacción, y aunque el dolor había aumentado, tenía pinta de ir para largo. Pero tú estabas ahí, cada tres minutos empujando un poquito más, abriéndote paso a un nuevo mundo, a tu nueva vida. Es raro como en esos momentos solo pensaba en ti: no quería que sufrieras, no quería que lo pasaras mal. Tenía que darte la vida, y no sabía si iba a ser capaz, ¿y si no lo era? no me lo iba a perdonar nunca. Ahí empezó la gran responsabilidad de ser mamá: dependías de mi para vivir, no podía permitirme un fallo.
Durante 2 horas el dolor iba aumentando, tu estabas más cerca pero mis fuerzas bajaban, mi impaciencia crecía. Soporté durante una hora más aquel dolor que aunque era soportable, podía cesar. Me llevaron a una sala, un hombre me explicó las consecuencias de aquel pinchazo que iba a acabar con mi sufrimiento, apenas lo escuchaba: "pónmelo ya, pónmelo ya" repetía. El primer pinchazo dolió, no podía moverme, tenía miedo, pero tenía que aguantar. La zona baja de mi espalda se dormía en cuestión de segundos, ahora venía el segundo pinchazo. No dolía, pero la sensación de como aquella aguja rozaba mi columna vertebral y como aquel líquido frío recorría mi cuerpo era casi más desagradable que el propio dolor. No funcionó, así que tuvieron que repetir el proceso una segunda vez.
La pierna derecha se me había dormido, pero las contracciones seguían doliendo: "espera un poco Andrea" me decía a mi misma, confiando de que aquel dolor que aumentaba cesara en algún momento.
Pasó una hora y no solo no me había hecho efecto la epidural, si no que las contracciones aumentaron de intensidad, apenas había tiempo entre una y otra. Notaba como mi pelvis se ensanchaba, mi barriga cada vez era más baja y sentía como me pesaba la parte baja del vientre. Estabas ahí, podía sentirte.
Desde las tres de la mañana hasta las cinco la espera fue eterna, el dolor casi insoportable, chillaba como una loca, no podía llorar, tenía rabia, así que solo podía chillar, sujetar fuerte la mano de tu padre y empujar con todas mis fuerzas, esperando que así salieras antes.
A las cinco de la mañana me llevaron a otra sala, la última que iba a pisar sin ti en mis brazos, me dolía muchísimo, estaba mareada, pero tenía que soportar. El calor era insoportable, sentía que me ahogaba, pero tenía que hacerlo, ya estabas ahí.
Para ser sinceros fueron 3 empujones, la matrona me ayudaba y yo sólo podía mirar a tu padre a los ojos. Tenía que esforzarme, por ti, por él. Nunca antes me sentí tan amada, vi la preocupación y el sufrimiento en los ojos de aquel hombre, pero también la confianza que tenía en mi. "Un último empujón Andrea, Salvador ya está aquí". Se iluminó una luz en la mente, estabas aquí. Era el final. Y con un último esfuerzo noté como tu cuerpo pequeño salía de dentro de mi. Era el fin de una era, y el comienzo de otra que duraría el resto de la vida. Reposé la cabeza ene l respaldo de aquella especie de sillón y suspiré. El dolor desapareció inmediatamente, el calor también. Sólo sentía alegría mientras te escuchaba llorar.
Mi niño, estabas aquí, estabas sano y salvo, no te había fallado. Tu padre me besó, "estoy orgulloso de ti" me dijo. Yo también lo estaba de él. Apenas podía esperar para cogerte en brazos, tu cuerpo estaba moradito, pero según la médica era normal. Estabas perfectamente, eras un bebé precioso de 3 kilos 725 gramos y 51 centímetros. Un bebé precioso y amado. Tu padre te cogió en brazos mientras a mi me cosían, dolía muchísimo, pero no importaba, ya estabas aquí, estabas bien: mi dolor no importaba si tú estabas bien.
Diez minutos después estabas en mis brazos por primera vez. Las cinco y veinte de la mañana, 6 de Enero, que regalo más precioso me había dado el cielo. Y fue cuando te miré por primera vez a los ojos y cuando te puse sobre mi pecho, cuando me sentí llena de verdad.
Mis dos hombres, mi vida, algo mío para siempre. Era feliz, y aquella dolorosa experiencia, fue sin duda la mejor experiencia del mundo. Te había dado la vida, y tú te habías convertido en mi vida al mismo tiempo.
Es increíble como se puede amar de una manera tan especial a alguien, inexplicable.
En definitiva, fuiste el mejor regalo, eres el mejor regalo y lo serás siempre.
Te quiero mi niño, feliz 21 días :)
Te quiero tanto, te quiero siempre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario