Y va
paseando sus ojos color chocolate por encima del rio. Pasa una bandada de pájaros,
una enorme, de unos cien o más, que vuelan al unísono de la melodía del viento,
de la sintonía del tiempo, que no saben siquiera que esa chica de ahí abajo,
los está miando, admiradora de su libertad. Observa a los peces nadar, debajo
del agua, felices e inconscientes, sin saber que hasta siendo ese su hogar,
corren peligro. “Cuando yo sea un pez, seré el pez más listo del mar, porque
seré un pez con el cerebro de un humano”, y lo peor es que ella está convencida
de que así será. Desde pequeñita tenía una atracción especial por el agua, por
el mar, recuerda que siempre le decía a papá “quiero ser una sirena, por favor,
por favor, papá haz que sea una sirena”. Y ahora, años más tarde, sabe que
sigue siendo esa niña tonta que quiere chapotear debajo del agua mientras este mundo de mierda se cae poco a poco, rompiendo los cimientos de lo que un día, se llamó felicidad y bienestar. Debajo del agua no hay complicaciones, ni dolor, ni decepciones, ni mentiras. Ahí debajo
siempre se baila al ritmo de la corriente, siempre se juega y se sonríe, aunque, ahora que lo piensa ¿cómo sonreirán los peces? Da igual. Ellos nadan de un sitio para
otro sin dar explicaciones, sin miedo de que sus cuerpos sigan y sus corazones
se queden atados en otro lugar, en otra persona, en otra mirada que un día fue todo, y hoy ya no es la misma. Y piensa mientras mira cada piedra de paseo, cada gota que se ha quedado estancada en el cemento del bordillo, cada arbusto donde se esconden las lagartijas y alguna que otra rata. Recuerda que
hace tiempo también solía ir a ese lugar, cuando otra persona se fue por la
misma puerta, la del olvido. Cuando le dijeron adiós, cuando en esa nota de despedida que
nunca jamás le escribieron, volvían a decirle en silencio lo mismo: “prepárate
para estar sola”. Y entonces, solo puede agachar la cabeza, esconderla entre las
piernas, y romper a llorar, como cuando poco a poco quieres abrir un nudo, pero la impaciencia hace que rompas la bolsa antes, igual. Rompe a llorar, librándose de ese nudo que tiene que romperse en un solo instante, en un momento de desahogo donde la pena y el recuerdo combaten en un corazón echo añicos como si de un ring de boxeo se tratara. Y a cada golpe, ella sangra sus heridas, en forma de agua que caen por sus ojos, heridas que se abren a cada segundo y no paran de golpear a un alma, que lleva tiempo tirada en el suelo, esperando que el hijo de puta del árbitro, cuente esos diez. Y así está llorando como si esa, fuera la única vez que pudiese
hacerlo. Llorar pensando en todo, y a la vez en nada, llorar mientras saborea
el amargo gusto, que deja el desamor. Llorar, y sentirse sola, y saber que no
puede quejarse, ni reclamar. Eso sin duda es lo peor, que esa chica sabe que en
la oficina del amor, jamás hay hojas de reclamaciones, o devoluciones. Ni
siquiera atención al cliente, llegas, firmas, te arriesgas, pierdes… y adiós.
¿Y acaso importa que te cueste respirar o que no tengas ganas de seguir?
¿Importa que estés ahí, con el alma en decadencia y el espíritu medio muerto,
esperando un abrazo que no va a llegar? “Muchos lo han pasado y no se han muerto”.
Esa es la única respuesta válida que le han dado, ¿quieres llorar? Adelante, pero eso no
importa, porque mañana tendrás que volver a despertarte, mirar al techo, y aún sin ganas enfrentarte al mundo, sola. Tú sola, haciendo ver a los demás que has olvidado
que un día, alguien estaba cogiendo tu mano, por si caías. Haciendo ver que no tienes problemas y que para ti no existe el dolor, cuando él ha escrito parte de la historia de tu vida. Pero ella levanta la vista
del suelo, y vuelve a mirar a ese río que sigue su curso, llevándose con la corriente las penas de las miles de personas que abrán ido a su orilla, a pedirle cariño y clemencia. El sol se esconde entre árboles y edificios,
y hay 4 colores en el cielo. Cuatro colores... ¿a qué ojos le recuerda a ella
esa frase, “cuatro colores”? ¿Está claro, no? Eran sus cuatro colores
favoritos: el amarillo del contorno, el verde que venía antes de ese azul
inmenso, y por último ese gris que rodeaba la pupila. Sin duda, esos cuatro colores eran
sus favoritos, esos ojos eran su preferido, sin dudarlo ¿Y ahora? ¿Se supone que tienen que dejar de serlo, no? Y con
otra lágrima golpeando su mejilla, ve que unos patos la miran. Espectadores,
inocentes. Grandes desconocidos que intentan entender quien es esa chica, y qué
hace con la cara mojada, los ojos rojos y dejándose la vida en esa libreta color naranja. Buscando el brillo que tenía en ellos
hace 4 días y buscándolo a él. Y ella se ríe, y piensa “ojalá tengáis suerte y lo
encontréis, porque yo cada día que pasa, lo pierdo más”. Entonces uno parpa por
última vez “cua, cua” y se van, se van sin mirar atrás. Ella cierra
los ojos y recuerda: “Mira al cielo cada noche, y cuenta tres segundos. Pide lo
que quieras, con toda tu alma, y entonces, el cielo te lo dará” Y cuando abre los ojos, sonríe. Vuelve a mirar el río, tan cría y tan mujer a la vez, tan confundida y
con todo tan claro. Lo vuelve a mirar con el dolor de su corazón, con esa
canción triste que canta su silencio, que la castiga a cada segundo, que lleva en cada nota el peso de un recuerdo diferente. Pero hay algo que
no la quiere abandonar, esa maldita fe que quizás sea la causante de que esté
ahí sentada. Así que sonríe, con fe, esperanza e ilusión, una vez más. Mira
fijamente al cielo, levanta su barbilla y clava los ojos entre el morado y el
naranja de ahí arriba. Sabe lo que quiere pedir. Sabe que ella puede
conseguirlo todo, todo, excepto una cosa, que si depende del cielo. Una niña, tres
segundos y un deseo “por favor, quiero ser un pez”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario