viernes, 18 de enero de 2013

El chico de la mirada de hielo.


Dime el secreto para poder dejar de mirarte.
“La vida es una jodida puta, que deambula de esquina en esquina con su minifalda de cuero roja y sus botas negras de tacón alto. Viene, te da placer durante un segundo, te jode, y te deja tirado, sin un duro, sin nada más a lo que aferrarte a parte de esa vacía y alarmante soledad.
Tenemos que acostumbrarnos a que esta fulana que mueve los hilos, haciéndonos conscientes de que un día su hermana oscura y tenebrosa, llamada muerte, vendrá a cortarlos, dejándonos como tristes marionetas a las cuales enterrar en el cajón del olvido, para continuar fabricando títeres y animar esta obra de teatro, donde todos actuamos alguna vez. Pero como buena mujer de la calle, te da un placer inmenso, erótico, indescriptible en ciertos momentos, de esos placeres que nunca olvidas.
Y ¡qué cojones! ¿Por qué no decirlo? Tú has sido el orgasmo de mi vida. Has sido esa sacudida bestial que me ha hecho vibrar antes de quedarme sin blanca ante esta fulana dominante y mandona. Has sido esa bocanada de aire que te hincha los pulmones, ese suspiro que aclara tus ideas y después te hace sonreír. Has sido ese bote que tuve que coger nadando a toda prisa, mientras el barco de mi destino se hundía, como el Titanic al chocar contra ese maldito iceberg.
Graciosas ideas se me ocurren aquí sentada, pero todas ellas entran en una parte oscura y desmesuradamente viciosa de mí. Mientras, formo con mis ojos una senda casi invisible, en la que me gustaría postrar mis labios, poco a poco, hasta llegar a la meta, y después, volver a empezar. Y ahí está su boca pequeña y roja como el que se acaba de comer un tarro lleno de fresas, sus dientes perfectos, unidos, enseñando un poco la encía al sonreír, pareciendo tan pequeño. Tan indefenso, tan vulnerable. Oh, sí. Desde luego este actor tiene la mejor arma de seducción y la mejor mentira en su sonrisa. Y luego su mentón alto y refinado, y sus facciones marcadas, y esas barba de días que le dan un aire tan varonil, tan suyo, tan… perturbador. Lentamente paseo mi mirada por su cuello, largo y blanco, perfecto, como si estuviésemos hablando de una figura de mármol perfectamente tallada, con gran cariño y pasión, durante mucho tiempo y con mucha paciencia, trabajando por crear lo que ha resultado ser: un trabajo perfecto. Y empiezan a sonar notas, una tras otra, mientras paseo mi entusiasmo por sus manos. Dios. Cierro los ojos, sus manos. Tan protectoras y seguras, y tan alarmantes a la vez. Capaces de dar un placer inmenso, capaces  de alterarte los sentidos en milésimas  de segundo, y capaces de tranquilizarte el alma en una sola melodía. Ágiles y rápidas, llenas de cicatrices que demuestran un dolor, un dolor de un corazón impulsivo, que haría lo que sea por no volver a sufrir. Esas manos.
Y absorto en la melodía de su piano, lo miro a sus ojos. Grandes y abiertos, observando cada milímetro por el que sus dedos se mueven, viendo salir a esa que tanto ama, su música, desde sus manos, desde su alma, desde su corazón. Sus ojos que al mirarte profundizan en lo más hondo de ti, y te deja desnuda y atrapada ante todo lo que puedas imaginar, derribando tus muros, tirando tus fortalezas, imponiendo su fuerza ante todo de lo que alguna vez, te creíste dueña. Tan fría, tan azul e intensa, esa mirada tan de invierno. Mi chico de la mirada de hielo.
Cuanto te amo. Cada parte de ese corazón dolido y testarudo que se empeña en no confiar, cada parte de esa cabeza loca y terriblemente inteligente que desata nudos imposibles en cuestión de segundos. Te amo tanto, cada parte de ti, de tu cuerpo, de tu alma. Amo tanto a este chico de mirada fría y corazón de piedra. Es mi chico, mi irresistible amor del que nunca podrá escapar, del que no quiero escapar. Quiero quedarme aquí absorta en esta melodía todos los días de mi vida, quiero pensar en cuantos besos te daría y cuantas caricias mientras te veo a ti, disfrutar con esa diosa de cuerpo inexistente a la que un día entregaste toda tu vida, sabiendo que ella jamás podría fallarte. Quiero quedarme aquí, en tu música, en tu rostro. En tu vida.
Y de momento mis lágrimas brotan a compás de esos sonidos agudos que se te meten en el corazón, y susurro flojo, tan flojo que soy consciente de que ni yo misma me entero, pero albergando un resquicio de esperanza al pensar que el viento pueda guardarte mi mensaje, para recitártelo al oído despacio mientras duermes, como una leve poesía: quédate a mi lado, no me dejes nunca.
Oh, te amo tanto. Ojalá pudieses curar todas mis cicatrices ahora, posando tus labios sobre ellas. Ojalá pudiese recostarte en mi pecho y jugar con tu pelo mientras me abrazas fuerte. Muy fuerte, hasta el punto de sentir que nunca me dejarías escapar. Te amo. Te amo y te necesito, a ti, a tus ojos.
Mi chico de la mirada de hielo. Mi amor, mi verdadero y único amor.”
-        ¡Ey!, ¿en qué piensas? Estás ida, te llevo llamando media hora. ¿Qué te pasa?
-        Oh, nada, no te preocupes, solo escuchaba la música.
-        ¿Te gusta?
-        Me encanta. Me gusta muchísimo.
“Y de nuevo ese peculiar silencio, con un mensaje grabado en el viento. Me encanta. Me encantas. Te amo, y quiero que me ames, necesito que me ames.
Y vuelve a sonar una melodía que me saca de mis pensamientos, pero vuelvo a mirarlo, y esta vez sonrío, contenta de poder contemplarlo. Ahí está, entregado a su vida, mi irresistible hombre-niño. Con su música.
Sin saber, que él fue la música que salvó mi vida. Él, mi irresistible chico de la mirada de hielo.
Te amo. “

No hay comentarios:

Publicar un comentario